sábado, 2 de febrero de 2013

Un lugar tranquilo

Me dijeron que era un lugar tranquilo, donde reposar los huesos después de un día duro. Un rincón del parque donde uno podía respirar, sentarse, leer un libro e incluso dormitar, sin temor a verse asaltado o aun simplemente interrumpido por nadie. Un lugar acogedor. Y en verdad lo era. Así me lo pareció cuando lo visité aquella tarde. Era hermoso el modo en que el sol proyectaba sombras a través de los ramajes bailarines de los árboles. Un lugar idílico.

Se accedía a este espacio ensoñador pasando bajo un arco de forja enredado de emparrado, al final de uno de esos caminillos que se adentran en la parte más antigua del parque, pero no allí donde los amantes se refugian en busca de intimidad, ni en esas plazuelas rodeadas de espinos que los jóvenes ensucian de botellas y colillas los fines de semana. Este lugar estaba más allá y solía pasar desapercibido, como si no existiera casi, como si perteneciera a otra época. De hecho, cuando me hablaron de él, lo busqué en el plano del parque pero, o bien no fui capaz de encontrarlo, o bien ni siquiera estaba marcado.

Caminando lo encontré, sin embargo: apareció como de la nada, cuando menos lo esperaba, y es que estaba cercado por una zona de grandes árboles que tan bien lo ocultaban que no lo vi hasta toparme casi con la entrada. Lo reconocí no sólo por el intrincado arco de hierro, que me habían descrito, sino por esos pocos escalones desgastados, que subían a un terreno elevado. Tenía forma rectangular, delineado en los bordes por una zanja llena de vegetación descuidada, que le daba un aspecto salvaje. A lo largo de la zona central había un estrecho jardincillo, también asilvestrado, y al final, justo en el extremo opuesto a la entrada, se erguía una mesa de piedra al parecer muy vieja, pero en buen estado. No logré imaginar cuál podría ser su uso, ya que no carecía de asientos que hicieran pensar en un merendero, y era demasiado alta para ser usada como banco. A pesar de ello, me senté. Su tacto me sorprendió, porque era frío a pesar de que la temperatura era cálida.

Contemplé el lugar desde mi asiento improvisado y pensé que había merecido la pena buscarlo. A pesar de su aspecto descuidado, tenía una cualidad difícil de definir, como un cierto aire a paraje en el bosque, que le hacía a uno olvidar que estaba en un parque urbano. Me entretuve mirando las sombras proyectadas por las hojas de los árboles, su lento juego con la suave luz anaranjada del atardecer. En seguida me invadió una ligera y agradable somnolencia.

No sé cuánto tiempo estuve distraído. Sólo sé que en algún momento, levanté la vista y me pareció que era de noche. En seguida, sin embargo, quedé algo confundido. El sol parecía llevar mucho rato oculto, pero había cierta iluminación que no podía proceder del cielo, donde no pude distinguir ni luna ni estrellas, ni tampoco de ninguna farola. Me quedé estupefacto al ver que la luz emanaba, en cambio, de la vegetación del centro y de los bordes exteriores, de la cual sólo podía ver las siluetas, de un aspecto espinoso y recortado. Aquella débil y extraña luz era opaca y latía; no sé decirlo de otra manera. Poseído de una ominosa sensación, me levanté y caminé lentamente hacia el jardín central. Lo que vi me dejó helado y con la boca seca. Pues aquello no era vegetación en absoluto. Huesos. Había huesos por todas partes. Huesos humanos, creo, y también otros. Huesos de muchos tamaños, calaveras, y unos largos y puntiagudos que crecían como largas espinas desde la tierra.

El miedo se apoderó de mí de golpe, como una sustancia física que había en el aire y que lo hacía denso, difícil de respirar, algo como un calor opresivo que penetraba en mi ser por todo el cuerpo. Huí a pasos entrecortados, incapaz de correr, hacia la salida. Cada paso me costaba un esfuerzo salvaje, y al mismo tiempo sentía que no era yo quien andaba, que observaba todo desde algún lugar profundo, ajeno a aquella escena irreal. Al otro lado del arco, no había nada fuera de lo normal, o eso me pareció en mi estupor, pues no pensaba con claridad. Tras unos momentos de confusión, me sentí mejor, dueño de mí mismo. Respiraba con normalidad, no había motivos para el pánico. Pensé, todavía con dificultad, en alejarme de allí, pero el lugar me atraía con fuerza. Sin saber por qué, sabía que tenía que volver. De modo que, armado de valor, me di la vuelta. Pasé junto al jardín del borde exterior. Cuencas vacías me miraban por doquier, y aquellas espinas inhumanas parecían crecer hacia mí; inexorablemente, lo supe, me atravesarían. Otra vez sentí crecer, en el aire a mi alrededor, aquel miedo físico, caliente, palpitante de luz enfermiza. Sentía como si una fuerza infernal me estuviera drenando la vida, y supe que iba a morir en aquel cementerio. A cada segundo, la sensación de presión aumentaba. Estaba a punto de echar a correr, enajenado, presa esta vez de un terror y una urgencia irresistibles, cuando vi algo brillante por el rabillo del ojo, en la dirección de la mesa de piedra. Fue un destello fugaz. Lo que apenas entreví, desapareció al instante de mi campo visual y de mi recuerdo, pero me dejó una fuerte aunque intangible impresión. Después, no vi nada más, pues todo se oscureció.

Abrí los ojos a un cielo azul claro. Mi corazón palpitaba con fuerza, y tenía la vaga noción de haber estado murmurando cosas sin sentido. La desorientación se desvaneció en un instante y lo recordé todo... Todo excepto el origen de aquel destello misterioso. Me estremecí. La memoria de lo vivido era tan reciente que no podía creer lo que veía. Estaba tumbado en la mesa de piedra. Me levanté tembloroso y contemplé el lugar. No había ni rastro de aquellos grotescos jardines de muerte. Todo parecía normal, sólo que había transcurrido, con seguridad, toda la noche, pues debían de ser las ocho de la mañana. Ha sido sólo un sueño, pensé. Una horrible pesadilla, me dije. Qué tontería, me he quedado dormido. No pensé más; me marché de allí sin mirar atrás.

El recuerdo de aquel lugar espectral, de aquella visión, fuera lo que fuese, real o no, me acompañó toda la vida. A veces me pregunto si fue un simple sueño o algo más. No me lo plantearía de ninguna manera; es más, habría descartado tal disparate desde el principio, a no ser por unas sensaciones curiosas, casi imperceptibles, que sin embargo recuerdo muy bien. Aquella mañana, mientras me alejaba del arco de hierro, hilando razones confusas para rescatar mi cordura, sentía un sabor acre en la boca, el sabor de un miedo caliente y opresivo, casi físico. También recuerdo el extraño silencio que reinaba a aquella hora ya avanzada de la mañana: mientras me alejaba a grandes pasos de aquel olvidado rincón del parque, tardé un buen rato en oír el canto de los pájaros. Pensé que no era tan extraño, que aquel era, sin duda, un lugar tranquilo.

2 comentarios:

  1. Amigo Daniel: en estos tiempos de redes sociales y "megustas", igual quieres meditar la opción de usar alguna de esas funciones para que los lectores valoremos las entradas. En ésta, por ejemplo, me he sorprendido buscando un pulgar levantado para expresar mi satisfacción con la lectura: no encontrarlo me ha hecho sentir desasosiego ;) Un abrazo.

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  2. ¡Dicho y hecho! Ahora las entradas de este semiabandonado blog cuentan con la posibilidad de compartir en las redes sociales. No obstante, con todo lo práctico que los botoncitos suponen en este mundo virtual cada vez más efímero, siempre se agradece un comentario de los de antes, in situ, a la vieja usanza. Así que gracias, Toni, me alegro de que te haya gustado el cuento. Un abrazo. :)

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