sábado, 14 de abril de 2012

El soñador (III)

[viene de aquí]

Aquella noche, me despertó la luna. Ahí estaba, grande y blanca en la ventana de mi ático. Sé que fue ella no por una razón cualquiera, sino por algo más sutil y profundo que cualquier razón. Fue cuando cerré los ojos que los recuerdos de mi extraño sueño emergieron. No pude volver a dormir, sino que le di vueltas y más vueltas al asunto, atrapado en un laberinto de preguntas. Porque ¿no era yo quien yacía en la cama que aquel dios del sueño contemplaba? Y ¿no había estado la luz de la luna a punto de despertarme al incidir sobre mi rostro, como ahora, en efecto, hacía? Cada vez más intrigado, recordaba y razonaba sin hallar solución a mi creciente desasosiego. ¿Quién era el soñador? ¿Qué personaje había sido yo, el verdadero yo, el reflejo de mi conciencia? ¿El dios o el durmiente, el rey o su enemigo, el tigre o el escudero?

Pero otra era la duda más peligrosa. Todavía hoy, muchos años después, la tengo clavada como una espina. Esta duda tiene dos caras, la primera más amable que la segunda. No tengo, por una parte, manera alguna de saber si desperté de aquel sueño o retorné sin más a la primera escena, en mi cama bajo la luna.

La otra cara es más perturbadora.

Viene acompañada de una sensación de vértigo, de irrealidad. A veces, cuando rememoro aquellas fantasmagorías, como ahora, me parece que una presencia imaginaria siguiera mi discurso, palabra por palabra. En esas ocasiones, lucho por desviar mi atención de la duda, apagarla, ahuyentarla. Yo soy el soñador, me digo, y los sueños, sueños son.

Me acuesto entonces y cierro los ojos en busca del olvido. Siempre es lo mismo. Es de noche y todos duermen. Me deslizo furtivo entre las sombras de sus dormitorios, y siempre es lo mismo. Tensos y cansados de luchar, sus párpados se cierran, sus pechos se mecen despacio y al fin se abandonan. Y sueñan.

(Octubre de 2010.)

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