Me dijeron que era un lugar tranquilo, donde reposar los huesos después de un día duro. Un rincón del parque donde uno podía respirar, sentarse, leer un libro e incluso dormitar, sin temor a verse asaltado o aun simplemente interrumpido por nadie. Un lugar acogedor. Y en verdad lo era. Así me lo pareció cuando lo visité aquella tarde. Era hermoso el modo en que el sol proyectaba sombras a través de los ramajes bailarines de los árboles. Un lugar idílico.
Se accedía a este espacio ensoñador pasando bajo un arco de forja enredado de emparrado, al final de uno de esos caminillos que se adentran en la parte más antigua del parque, pero no allí donde los amantes se refugian en busca de intimidad, ni en esas plazuelas rodeadas de espinos que los jóvenes ensucian de botellas y colillas los fines de semana. Este lugar estaba más allá y solía pasar desapercibido, como si no existiera casi, como si perteneciera a otra época. De hecho, cuando me hablaron de él, lo busqué en el plano del parque pero, o bien no fui capaz de encontrarlo, o bien ni siquiera estaba marcado.
Caminando lo encontré, sin embargo: apareció como de la nada, cuando menos lo esperaba, y es que estaba cercado por una zona de grandes árboles que tan bien lo ocultaban que no lo vi hasta toparme casi con la entrada. Lo reconocí no sólo por el intrincado arco de hierro, que me habían descrito, sino por esos pocos escalones desgastados, que subían a un terreno elevado. Tenía forma rectangular, delineado en los bordes por una zanja llena de vegetación descuidada, que le daba un aspecto salvaje. A lo largo de la zona central había un estrecho jardincillo, también asilvestrado, y al final, justo en el extremo opuesto a la entrada, se erguía una mesa de piedra al parecer muy vieja, pero en buen estado. No logré imaginar cuál podría ser su uso, ya que no carecía de asientos que hicieran pensar en un merendero, y era demasiado alta para ser usada como banco. A pesar de ello, me senté. Su tacto me sorprendió, porque era frío a pesar de que la temperatura era cálida.
Contemplé el lugar desde mi asiento improvisado y pensé que había merecido la pena buscarlo. A pesar de su aspecto descuidado, tenía una cualidad difícil de definir, como un cierto aire a paraje en el bosque, que le hacía a uno olvidar que estaba en un parque urbano. Me entretuve mirando las sombras proyectadas por las hojas de los árboles, su lento juego con la suave luz anaranjada del atardecer. En seguida me invadió una ligera y agradable somnolencia.
No sé cuánto tiempo estuve distraído. Sólo sé que en algún momento, levanté la vista y me pareció que era de noche. En seguida, sin embargo, quedé algo confundido. El sol parecía llevar mucho rato oculto, pero había cierta iluminación que no podía proceder del cielo, donde no pude distinguir ni luna ni estrellas, ni tampoco de ninguna farola. Me quedé estupefacto al ver que la luz emanaba, en cambio, de la vegetación del centro y de los bordes exteriores, de la cual sólo podía ver las siluetas, de un aspecto espinoso y recortado. Aquella débil y extraña luz era opaca y latía; no sé decirlo de otra manera. Poseído de una ominosa sensación, me levanté y caminé lentamente hacia el jardín central. Lo que vi me dejó helado y con la boca seca. Pues aquello no era vegetación en absoluto. Huesos. Había huesos por todas partes. Huesos humanos, creo, y también otros. Huesos de muchos tamaños, calaveras, y unos largos y puntiagudos que crecían como largas espinas desde la tierra.
El miedo se apoderó de mí de golpe, como una sustancia física que había en el aire y que lo hacía denso, difícil de respirar, algo como un calor opresivo que penetraba en mi ser por todo el cuerpo. Huí a pasos entrecortados, incapaz de correr, hacia la salida. Cada paso me costaba un esfuerzo salvaje, y al mismo tiempo sentía que no era yo quien andaba, que observaba todo desde algún lugar profundo, ajeno a aquella escena irreal. Al otro lado del arco, no había nada fuera de lo normal, o eso me pareció en mi estupor, pues no pensaba con claridad. Tras unos momentos de confusión, me sentí mejor, dueño de mí mismo. Respiraba con normalidad, no había motivos para el pánico. Pensé, todavía con dificultad, en alejarme de allí, pero el lugar me atraía con fuerza. Sin saber por qué, sabía que tenía que volver. De modo que, armado de valor, me di la vuelta. Pasé junto al jardín del borde exterior. Cuencas vacías me miraban por doquier, y aquellas espinas inhumanas parecían crecer hacia mí; inexorablemente, lo supe, me atravesarían. Otra vez sentí crecer, en el aire a mi alrededor, aquel miedo físico, caliente, palpitante de luz enfermiza. Sentía como si una fuerza infernal me estuviera drenando la vida, y supe que iba a morir en aquel cementerio. A cada segundo, la sensación de presión aumentaba. Estaba a punto de echar a correr, enajenado, presa esta vez de un terror y una urgencia irresistibles, cuando vi algo brillante por el rabillo del ojo, en la dirección de la mesa de piedra. Fue un destello fugaz. Lo que apenas entreví, desapareció al instante de mi campo visual y de mi recuerdo, pero me dejó una fuerte aunque intangible impresión. Después, no vi nada más, pues todo se oscureció.
Abrí los ojos a un cielo azul claro. Mi corazón palpitaba con fuerza, y tenía la vaga noción de haber estado murmurando cosas sin sentido. La desorientación se desvaneció en un instante y lo recordé todo... Todo excepto el origen de aquel destello misterioso. Me estremecí. La memoria de lo vivido era tan reciente que no podía creer lo que veía. Estaba tumbado en la mesa de piedra. Me levanté tembloroso y contemplé el lugar. No había ni rastro de aquellos grotescos jardines de muerte. Todo parecía normal, sólo que había transcurrido, con seguridad, toda la noche, pues debían de ser las ocho de la mañana. Ha sido sólo un sueño, pensé. Una horrible pesadilla, me dije. Qué tontería, me he quedado dormido. No pensé más; me marché de allí sin mirar atrás.
El recuerdo de aquel lugar espectral, de aquella visión, fuera lo que fuese, real o no, me acompañó toda la vida. A veces me pregunto si fue un simple sueño o algo más. No me lo plantearía de ninguna manera; es más, habría descartado tal disparate desde el principio, a no ser por unas sensaciones curiosas, casi imperceptibles, que sin embargo recuerdo muy bien. Aquella mañana, mientras me alejaba del arco de hierro, hilando razones confusas para rescatar mi cordura, sentía un sabor acre en la boca, el sabor de un miedo caliente y opresivo, casi físico. También recuerdo el extraño silencio que reinaba a aquella hora ya avanzada de la mañana: mientras me alejaba a grandes pasos de aquel olvidado rincón del parque, tardé un buen rato en oír el canto de los pájaros. Pensé que no era tan extraño, que aquel era, sin duda, un lugar tranquilo.
bajoscuro
narrativa onírica
sábado, 2 de febrero de 2013
domingo, 11 de noviembre de 2012
Cuatro visiones
I
Amanecer. Veo amanecer en un paraje agreste. Aparece un cementerio en ruinas, y pronto atardece ya en este mundo desconocido. Agitación. Guerra entre las fábulas. Las hordas del adversario avanzan a la batalla. Seres fantásticos se defienden, huyen. Enjambres de hadas. Calma tras la batalla.
II
De nuevo amanece. Brillante rocío, gotas caen de las flores, hojas al agua que tiembla, brisa leve agita el mundo y un héroe cabalga hacia el peligro. El peligro avanza hacia el héroe. Fuerzas que se enfrentan en una danza sin final. Nadie gana.
III
Una hechicera, un conjuro mágico, sangre borboteante en un caldero de bronce. Visiones en su reflejo: la historia del héroe y su amada. Ella le aguarda en la torre, sus ojos clavados en el horizonte, esperanza. Él proyecta su mirada más allá de la noche, a su alcoba. Sus miradas, sin reconocerse, sin encontrarse en la distancia, dialogan sin embargo, en silencio. Cielos azules y púrpura llevan sus mensajes, aleteantes, entre las nubes. La dama toca su anillo y recuerda el compromiso. El héroe, solo, imagina que aspira el perfume de sus cabellos rojizos, anhelante. Rescate, huida, consumación, juntos, ¿desenlace o sueño dentro del sueño? La visión se desvanece, sangre agitada en el caldero, la magia se disipa. Ríe la hechicera, ¿por qué?
IV
Oscuro, mira en su interior y experimenta amargura. Sed de poder. Desciende, abajo a las profundidades de la tierra. Gnomos trabajan, ocultan secretos brillantes. Un cristal que brilla con luz propia, lo toma en su caverna y desciende aún más abajo. De pronto, otro mundo irrumpe y lo lleva arriba al espacio exterior, o abajo a un infierno multicolor, a dónde no lo sabemos, a un allá afuera del mundo conocido. Sonrientes demonios juegan con su corazón, alegremente. Perpetua locura en su macabra fiesta circense. De sus ansias de conquista quedan unos pocos huesos que bailan, divertidos en la broma final, en que al fin entiende.
(Agosto de 2012.)
martes, 17 de abril de 2012
Místico de la tierra
El hombre bajó a la cueva y se deshizo de su ropa
de vagabundo, quedando desnudo excepto
por el estigma de sus años en la barba gris y larga
y el brillo de sus muchas vidas prendiendo en esos ojos
que tanto habían visto, soñado, sufrido y caminado.
Su cuerpo se arrastraba por el túnel, estrecho y húmedo,
cálida la tierra en su útero acogía su retorno,
en una cueva suave, redonda, resplandeciente
con esa luz misteriosa que emana en el ambiente.
El hombre ama la tierra, acaricia el suelo y las paredes
con sus manos, su faz arrugada roza estalactitas
de gotas incontables de amor incondicional;
besa con abandono, humedece sus dedos en el barro,
se da por completo a todo.
La cueva es su hogar y su cuerpo y él
se pierde en su tiniebla luminosa y cálida,
ambos uno en su mutuo acariciar,
en su desnudez compartida, tierra y hombre unidad amorosa,
que nadie comprendería fuera de su acto de entrega,
ni tampoco lo espera. Tan solo espera morir
en la plenitud prenatal del útero telúrico
que lo acoge como a hijo, como a amante,
como a parte de su cuerpo y de su vida.
Un miedo repentino le asaltó, que olvidado de sí mismo
en los brazos del arrullo de la tierra,
el acceso se obstruyera,
dejándole atrapado en una muerte cierta y enterrada,
y el olvido repentino de su compromiso
le atrajo afuera, donde un hijo de otra vida le esperaba.
Lo lleva de vuelta al pueblo, reprochándole su vida miserable,
su ir y venir a cuevas y arroyos,
su aspecto de loco vagabundo,
su marcha incomprendida por senderos transitados
por aquellos desechados por el buen sentido de la gente.
Setenta y ocho años cuentan sus arrugas pero el otro insiste
que trabaje, que sea padre y haga algo de provecho con sus días.
El hombre sólo añora la caricia de la tierra,
que en su seno lo comprende y lo valora como madre,
impersonal y universal como ninguna madre en su mudo darse.
Encerrado en su cuarto, pequeño y estrecho,
se niega a salir al mundo de los hombres,
demasiado atentos a sí mismos, egoístas, cerrados
a los secretos del barro, el alma y la soledad,
siempre pidiendo por sí mismos,
hijos de su carne que no comprenden los desvaríos de su padre.
Enfadado con el mundo, encerrado en la estrechez segura de sus muros,
se niega a salir a hablar con su hijo exasperado.
Pero hay otro, menor que aquel, que echa de menos al desconocido
que engendró su vida en los días previos
a su búsqueda enigmática, su marcha
por los ríos y abajo a las estancias que aguardan bajo tierra.
Llamó a su puerta y habló:
"Padre, te pido que me escuches.
Has de saber que yo te comprendo,
no quiero cambiarte como mi hermano decía,
ni que dejes de ir adonde nadie se aventura,
no espero que seas un hombre normal, convencional,
ni que calles tus palabras extrañas, tus canciones de viajes soñados.
Te quiero tal como eres,
hombre misterioso de larga barba gris y ropa zurcida de sueños,
conocedor irritante para la gente de historias y secretos
que nadie más sabe ni desea descubrir
en este mundo olvidadizo que sólo atiende a sus deseos,
a sus ansias de crecer y devorar
los frutos de la tierra que tú amas, a quien escuchas y hablas.
Olvidados de la vida, dormidos en su insolencia,
caminan como ciegos tropezando con su propia desdicha,
que fabrican en masa para no tener que abandonar
la vida miserable y sin sentido
que se han construido.
Sal, padre.
Ven conmigo y deja que te escuche,
que te abrace y te pregunte
por qué el arco iris nos saluda,
de dónde procede el calor del fuego,
la savia de las plantas y el fulgor de los relámpagos del cielo.
Iremos a los ríos y tú me contarás
de los rumores de las aguas turbulentas
que traen desde las cumbres
y arrojan allá donde los mares las acogen.
¿Vendrás conmigo, padre?
¿Compartes con tu hijo que te quiere
tu mística de tierra, piedra, sal y corazón?"
El hombre en la oscuridad lloraba y dijo:
"A mí también me gustaría, hijo".
Y en su voz agradecida, emocionada
por verse conocido por una voz humana,
decía mucho más y prometía
salir de su retiro
y darle a su pequeño los frutos de su vida,
los límpidos cristales de su carne.
El niño se vuelve a la ventana y mira.
Un gran incendio en el bosque. Se asusta y da la vuelta;
la anciana, sentada, asiente inexpresiva.
Mira de nuevo, el fuego se ha extinguido.
La lluvia debió de sofocarlo.
Qué alivio. Da gracias
al cielo y a la tierra y espera,
paciente y confiado,
que un hombre desechado, de vida solitaria y apartada,
le dé la mano y le susurre
secretos o que calle, camine y salga al mundo
y esté, ahora que la lluvia limpia y sana
y el verde de la tierra resplandece y calmo espera,
sin esperar nada.
(Abril de 2012.)
de vagabundo, quedando desnudo excepto
por el estigma de sus años en la barba gris y larga
y el brillo de sus muchas vidas prendiendo en esos ojos
que tanto habían visto, soñado, sufrido y caminado.
Su cuerpo se arrastraba por el túnel, estrecho y húmedo,
cálida la tierra en su útero acogía su retorno,
en una cueva suave, redonda, resplandeciente
con esa luz misteriosa que emana en el ambiente.
El hombre ama la tierra, acaricia el suelo y las paredes
con sus manos, su faz arrugada roza estalactitas
de gotas incontables de amor incondicional;
besa con abandono, humedece sus dedos en el barro,
se da por completo a todo.
La cueva es su hogar y su cuerpo y él
se pierde en su tiniebla luminosa y cálida,
ambos uno en su mutuo acariciar,
en su desnudez compartida, tierra y hombre unidad amorosa,
que nadie comprendería fuera de su acto de entrega,
ni tampoco lo espera. Tan solo espera morir
en la plenitud prenatal del útero telúrico
que lo acoge como a hijo, como a amante,
como a parte de su cuerpo y de su vida.
Un miedo repentino le asaltó, que olvidado de sí mismo
en los brazos del arrullo de la tierra,
el acceso se obstruyera,
dejándole atrapado en una muerte cierta y enterrada,
y el olvido repentino de su compromiso
le atrajo afuera, donde un hijo de otra vida le esperaba.
Lo lleva de vuelta al pueblo, reprochándole su vida miserable,
su ir y venir a cuevas y arroyos,
su aspecto de loco vagabundo,
su marcha incomprendida por senderos transitados
por aquellos desechados por el buen sentido de la gente.
Setenta y ocho años cuentan sus arrugas pero el otro insiste
que trabaje, que sea padre y haga algo de provecho con sus días.
El hombre sólo añora la caricia de la tierra,
que en su seno lo comprende y lo valora como madre,
impersonal y universal como ninguna madre en su mudo darse.
Encerrado en su cuarto, pequeño y estrecho,
se niega a salir al mundo de los hombres,
demasiado atentos a sí mismos, egoístas, cerrados
a los secretos del barro, el alma y la soledad,
siempre pidiendo por sí mismos,
hijos de su carne que no comprenden los desvaríos de su padre.
Enfadado con el mundo, encerrado en la estrechez segura de sus muros,
se niega a salir a hablar con su hijo exasperado.
Pero hay otro, menor que aquel, que echa de menos al desconocido
que engendró su vida en los días previos
a su búsqueda enigmática, su marcha
por los ríos y abajo a las estancias que aguardan bajo tierra.
Llamó a su puerta y habló:
"Padre, te pido que me escuches.
Has de saber que yo te comprendo,
no quiero cambiarte como mi hermano decía,
ni que dejes de ir adonde nadie se aventura,
no espero que seas un hombre normal, convencional,
ni que calles tus palabras extrañas, tus canciones de viajes soñados.
Te quiero tal como eres,
hombre misterioso de larga barba gris y ropa zurcida de sueños,
conocedor irritante para la gente de historias y secretos
que nadie más sabe ni desea descubrir
en este mundo olvidadizo que sólo atiende a sus deseos,
a sus ansias de crecer y devorar
los frutos de la tierra que tú amas, a quien escuchas y hablas.
Olvidados de la vida, dormidos en su insolencia,
caminan como ciegos tropezando con su propia desdicha,
que fabrican en masa para no tener que abandonar
la vida miserable y sin sentido
que se han construido.
Sal, padre.
Ven conmigo y deja que te escuche,
que te abrace y te pregunte
por qué el arco iris nos saluda,
de dónde procede el calor del fuego,
la savia de las plantas y el fulgor de los relámpagos del cielo.
Iremos a los ríos y tú me contarás
de los rumores de las aguas turbulentas
que traen desde las cumbres
y arrojan allá donde los mares las acogen.
¿Vendrás conmigo, padre?
¿Compartes con tu hijo que te quiere
tu mística de tierra, piedra, sal y corazón?"
El hombre en la oscuridad lloraba y dijo:
"A mí también me gustaría, hijo".
Y en su voz agradecida, emocionada
por verse conocido por una voz humana,
decía mucho más y prometía
salir de su retiro
y darle a su pequeño los frutos de su vida,
los límpidos cristales de su carne.
El niño se vuelve a la ventana y mira.
Un gran incendio en el bosque. Se asusta y da la vuelta;
la anciana, sentada, asiente inexpresiva.
Mira de nuevo, el fuego se ha extinguido.
La lluvia debió de sofocarlo.
Qué alivio. Da gracias
al cielo y a la tierra y espera,
paciente y confiado,
que un hombre desechado, de vida solitaria y apartada,
le dé la mano y le susurre
secretos o que calle, camine y salga al mundo
y esté, ahora que la lluvia limpia y sana
y el verde de la tierra resplandece y calmo espera,
sin esperar nada.
(Abril de 2012.)
sábado, 14 de abril de 2012
El soñador (III)
[viene de aquí]
Aquella noche, me despertó la luna. Ahí estaba, grande y blanca en la ventana de mi ático. Sé que fue ella no por una razón cualquiera, sino por algo más sutil y profundo que cualquier razón. Fue cuando cerré los ojos que los recuerdos de mi extraño sueño emergieron. No pude volver a dormir, sino que le di vueltas y más vueltas al asunto, atrapado en un laberinto de preguntas. Porque ¿no era yo quien yacía en la cama que aquel dios del sueño contemplaba? Y ¿no había estado la luz de la luna a punto de despertarme al incidir sobre mi rostro, como ahora, en efecto, hacía? Cada vez más intrigado, recordaba y razonaba sin hallar solución a mi creciente desasosiego. ¿Quién era el soñador? ¿Qué personaje había sido yo, el verdadero yo, el reflejo de mi conciencia? ¿El dios o el durmiente, el rey o su enemigo, el tigre o el escudero?
Pero otra era la duda más peligrosa. Todavía hoy, muchos años después, la tengo clavada como una espina. Esta duda tiene dos caras, la primera más amable que la segunda. No tengo, por una parte, manera alguna de saber si desperté de aquel sueño o retorné sin más a la primera escena, en mi cama bajo la luna.
La otra cara es más perturbadora.
Viene acompañada de una sensación de vértigo, de irrealidad. A veces, cuando rememoro aquellas fantasmagorías, como ahora, me parece que una presencia imaginaria siguiera mi discurso, palabra por palabra. En esas ocasiones, lucho por desviar mi atención de la duda, apagarla, ahuyentarla. Yo soy el soñador, me digo, y los sueños, sueños son.
Me acuesto entonces y cierro los ojos en busca del olvido. Siempre es lo mismo. Es de noche y todos duermen. Me deslizo furtivo entre las sombras de sus dormitorios, y siempre es lo mismo. Tensos y cansados de luchar, sus párpados se cierran, sus pechos se mecen despacio y al fin se abandonan. Y sueñan.
(Octubre de 2010.)
jueves, 12 de abril de 2012
El soñador (II)
[viene de aquí]
Lo que vais a oír ocurrió tal como lo cuento. No tengo por costumbre inventar historias, ni tampoco adornar con artificios la verdad, que es, al cabo, lo mismo que mentir. Mi audiencia está, por tanto, avisada.
Que no os engañe mi pequeño tamaño, pues suelo andar de escudero de mi señor, uno de los más grandes caballeros al servicio de nuestro buen libertador y rey, que tanto bien nos ha procurado. Estaba un día, pues, entre la compañía de tan altos caballeros, sentado en un claro del bosque no lejos de nuestro campamento, disfrutando del agradable calor del sol en la cara mientras ellos platicaban acerca de la guerra y del viaje que nos había llevado hasta allí. Fue entonces cuando ocurrió el hecho extraño que he de narraros. El primero en ver al recién llegado fue mi señor, que al punto exclamó:
–¡Mi rey, mirad allí! Un hombre sale de entre la espesura, y por cierto que su aspecto es el de un guerrero y no de los de bajo linaje.
–Es verdad –respondió el rey–. Mas se acerca con los brazos abiertos en señal de paz, y no lleva espada, ni veo en sus ojos el fuego del rencor o de la ira. Observemos y juzguemos, pues aquí llega.
En efecto, el extraño se acercaba despacio, desarmado y sin señal alguna de hostilidad, a pesar de ser a todas luces un guerrero curtido en muchas batallas, de anchas espaldas y brazos poderosos. Su voz, en cambio, era suave y cultivada. Dijo:
–Os saludo en paz, rey.
–Tenéis la paz ganada por tan corteses gestos y palabras, mi señor. Por el atuendo que lleváis y el porte de vuestro caminar veo que sois de alta cuna. ¿Acaso venís a uniros a nuestra rebelión?
–Ha pasado ya mucho tiempo para considerar esta guerra una rebelión, ¿no creéis? A vos os llaman rey, y grandes son los ejércitos que se enfrentan en esta vasta tierra, numerosos los hombres que os siguen, así como los que os odian.
–¿Mucho tiempo, decís? –El rey, lejos de sentirse contrariado, parecía divertido–. Luchamos por la paz y la justicia que los antiguos dominadores de esta tierra negaron a nuestras gentes. Poco tiempo me parece a mí el invertido en esta lucha.
–Precisamente de ello quería hablaros, rey. Con franqueza. Ha llegado la hora de abandonarla.
–¿Dejar la lucha? ¿Rendirnos a nuestros enemigos? ¿Sois acaso un mensajero? Por los dioses, reconozco ahora vuestro rostro, sois uno de sus comandantes. ¿Venís para imponer condiciones con arrogancia, o en busca de una tregua? ¿O acaso habéis desertado para uniros a nuestra causa? ¿A eso habéis venido?
–No, sino para que abandonéis el guerrear.
–Y ¿cómo se explica esta petición tan inusual en un enemigo? ¿Ya desistís? ¿Bajo qué condiciones? –El rey, que no cabía en sí de asombro, permaneció un momento callado, y luego preguntó:– ¿Tanto tiempo llevamos en guerra?
–Más de trescientos años.
Ante aquella respuesta, nuestro señor se quedó primero mudo de asombro. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una mirada extraviada, como si de pronto recordara alguna cosa largo tiempo olvidada.
–No puede ser. ¿Trescientos años?
De pronto, se echó a reír. Su risa, franca y alegre como la de los héroes, se prolongó largo rato. El extraño sonreía, calmado, mientras mi señor y los demás caballeros lanzaban miradas nerviosas a ambos. En este punto, creáis mis palabras o no, sucedió que el extraño dejó de tener figura de hombre ante nuestros ojos, transformándose de pronto en un enorme tigre blanco rayado de negro, terrible de aspecto. Todavía mayor será vuestro asombro cuando oigáis lo que ocurrió después. Nuestro rey no se asustó ni echó mano de la espada. Muy al contrario, siguió riendo despreocupadamente. Entonces, por si mis ojos no hubieran visto ya suficientes hechos increíbles, el tigre saltó contra el rey y lo derribó, pero no lo lastimaba sino que, a la guisa de un gatito doméstico, jugaba con él en el suelo, mordisqueándole el brazo sin hacerle ni un rasguño.
–¡Qué extraño espectáculo! –exclamé–. Un tigre que juega con un hombre. –Tal era el aturdimiento en que me encontraba, que no atiné a decir otra cosa. Del mismo modo, los nobles caballeros presentes miraban sin dar crédito a sus ojos, mientras hombre y bestia retozaban como niño y cachorro en la hierba, entre risas.
Me creeréis si os digo que tuve que preguntarme si estaba soñando. Desde aquel día, a decir verdad, me lo pregunto a menudo.
[continúa]
jueves, 5 de abril de 2012
El soñador (I)
Es de noche y todos duermen. Me deslizo furtivo entre las sombras de sus dormitorios, y siempre es lo mismo. Tensos y cansados de luchar, sus párpados se cierran, sus pechos se mecen despacio y al fin se abandonan. Y sueñan.
En sueños, la lucha continúa para muchos. Lo veo en sus rostros, en el ritmo de su respirar. Salto, como de flor en flor, observándolos: vulnerables en el olvido pero más felices que en la vigilia; las preocupaciones, poco a poco, les dejan marchar y caen libres hacia las profundidades, donde el abismo les atrae a su amoroso regazo.
Hay uno que me conmueve especialmente, y me detengo a mirarlo. Yace inmóvil entre las sábanas desordenadas, ajeno al haz de luz que la luna refleja desde su esfera para bañar su cuerpo a través de la ventana. Dentro de poco rozará su rostro y quizá despertará, tan frágil es el sueño. Es joven pero ya se ve abrumado por tensiones y discordias. Percibo, en cambio, que ahora llora de felicidad en silencio y sin lágrimas, engañado por la ilusión que él mismo ha creado. Es esa vibración contradictoria, fruto del placer y de la lucha, lo que me ha atraído a su lecho. Curioso, poso la mirada en sus bailarines párpados, veo y comprendo.
En su sueño, es un héroe, un líder de hombres, un rey surgido de entre los oprimidos para traer la justicia y la paz al reino, por la espada. No lo sabe, pero la guerra se prolonga ya por más de trescientos años. Pienso que es hora de firmar la paz, pues las huestes de su yo multiplicado están exhaustas y piden descansar.
Desciendo por la escalera de caracol que baja hacia el abismo y me encuentro contemplando un paraje verde, arbolado, de ensueño. Bajo el cielo claro, disputan el rey y sus comandantes sobre el curso a seguir en la próxima batalla. Está contento, posee la mirada épica del héroe, osado y destellante de poder, impaciente por combatir. Decido seguirle el juego. Oculto entre los arbustos, adquiero una forma distinta y salgo al claro.
En sueños, la lucha continúa para muchos. Lo veo en sus rostros, en el ritmo de su respirar. Salto, como de flor en flor, observándolos: vulnerables en el olvido pero más felices que en la vigilia; las preocupaciones, poco a poco, les dejan marchar y caen libres hacia las profundidades, donde el abismo les atrae a su amoroso regazo.
Hay uno que me conmueve especialmente, y me detengo a mirarlo. Yace inmóvil entre las sábanas desordenadas, ajeno al haz de luz que la luna refleja desde su esfera para bañar su cuerpo a través de la ventana. Dentro de poco rozará su rostro y quizá despertará, tan frágil es el sueño. Es joven pero ya se ve abrumado por tensiones y discordias. Percibo, en cambio, que ahora llora de felicidad en silencio y sin lágrimas, engañado por la ilusión que él mismo ha creado. Es esa vibración contradictoria, fruto del placer y de la lucha, lo que me ha atraído a su lecho. Curioso, poso la mirada en sus bailarines párpados, veo y comprendo.
En su sueño, es un héroe, un líder de hombres, un rey surgido de entre los oprimidos para traer la justicia y la paz al reino, por la espada. No lo sabe, pero la guerra se prolonga ya por más de trescientos años. Pienso que es hora de firmar la paz, pues las huestes de su yo multiplicado están exhaustas y piden descansar.
Desciendo por la escalera de caracol que baja hacia el abismo y me encuentro contemplando un paraje verde, arbolado, de ensueño. Bajo el cielo claro, disputan el rey y sus comandantes sobre el curso a seguir en la próxima batalla. Está contento, posee la mirada épica del héroe, osado y destellante de poder, impaciente por combatir. Decido seguirle el juego. Oculto entre los arbustos, adquiero una forma distinta y salgo al claro.
[continúa]
Presentación
Los planes del autor no me son del todo conocidos, pues yo no soy más que el narrador, y no un narrador omnisciente. Pero en principio, este blog parece ser un espacio de creación literaria, destinado a publicar cuentos, tal vez poemas y otras combinaciones de palabras del autor. Así pues, a partir de este punto, todo lo que puedas leer en este espacio es ficción. Estás avisado.
Bueno, la verdad es que no podría asegurarlo. Pensándolo bien, olvídalo. ¿Qué sé yo lo que es ficticio o no? ¿Acaso hay un criterio absoluto para distinguir lo real en las cosas que podemos mirar de frente? No sé tú, pero yo no me fío de la palabra real. Por ejemplo, ¿estás seguro de que esto no es un sueño? Y si lo fuera, ¿con qué derecho podrías decir que es o no real? ¿Es un sueño una experiencia menos real que las que vives durante el día? Tal vez pase lo mismo con las historias. Tal vez estén vivas en un nivel de realidad diferente. A ese nivel podemos llamarlo, por ejemplo, Bajoscuro.
Bajoscuro es una palabra que me sugiere ciertas cosas. Hay otro mundo ahí abajo (si es que lo queremos situar abajo, porque también podría estar ahí al lado, o aún mejor, aquí mismo, pero sigamos con el juego arriba-abajo). Es, por ejemplo, un mundo subterráneo, vasto e inexplorado, oscuro y misterioso. Hay muchas cavernas en ese mundo, algunas pequeñas y otras grandiosas. Y muchos y diversos seres viven en él. Hay gente que camina durante su vida a lo largo de sus estancias comunicadas. Yo lo he visto. Tal vez hable de ello en otra ocasión.
Este mundo tiene muchos nombres. Otro también adecuado podría ser Imaginación. O puede que sea uno de tantos mundos que viven en la imaginación:
No es que haya dos, en realidad. Aunque yo nada sé de esas cosas, y menos el autor. ¿Todo este rollo para justificar el nombre? Sí y no, porque de paso he establecido un vínculo con un ámbito, el de la imaginación, muy conectado con lo que el autor piensa y siente escribir aquí. Eso no significa que todo vaya a tener relación con el título, pero será un buen símbolo para orientar y para dar ambiente, espero. Espero también que disfrutes de estos textos. Nos vemos por esos mundos, tras el umbral.
Bueno, la verdad es que no podría asegurarlo. Pensándolo bien, olvídalo. ¿Qué sé yo lo que es ficticio o no? ¿Acaso hay un criterio absoluto para distinguir lo real en las cosas que podemos mirar de frente? No sé tú, pero yo no me fío de la palabra real. Por ejemplo, ¿estás seguro de que esto no es un sueño? Y si lo fuera, ¿con qué derecho podrías decir que es o no real? ¿Es un sueño una experiencia menos real que las que vives durante el día? Tal vez pase lo mismo con las historias. Tal vez estén vivas en un nivel de realidad diferente. A ese nivel podemos llamarlo, por ejemplo, Bajoscuro.
Bajoscuro es una palabra que me sugiere ciertas cosas. Hay otro mundo ahí abajo (si es que lo queremos situar abajo, porque también podría estar ahí al lado, o aún mejor, aquí mismo, pero sigamos con el juego arriba-abajo). Es, por ejemplo, un mundo subterráneo, vasto e inexplorado, oscuro y misterioso. Hay muchas cavernas en ese mundo, algunas pequeñas y otras grandiosas. Y muchos y diversos seres viven en él. Hay gente que camina durante su vida a lo largo de sus estancias comunicadas. Yo lo he visto. Tal vez hable de ello en otra ocasión.
Este mundo tiene muchos nombres. Otro también adecuado podría ser Imaginación. O puede que sea uno de tantos mundos que viven en la imaginación:
"Tu cuerpo se encuentra en un lugar físico y todo esto se encuentra en la imaginación. Aunque no en tu imaginación. Sino en la imaginación... Los humanos son seres anfibios. Viven en dos mundos a la vez: el de la materia y el de la mente... Aunque mucha gente sólo es consciente del mundo material, puesto que han sido condicionados para creer que éste es más real... Mientras a su alrededor crujen los glaciares de diamantes y rugen los volcanes de estrellas." (Alan Moore, Promethea).
No es que haya dos, en realidad. Aunque yo nada sé de esas cosas, y menos el autor. ¿Todo este rollo para justificar el nombre? Sí y no, porque de paso he establecido un vínculo con un ámbito, el de la imaginación, muy conectado con lo que el autor piensa y siente escribir aquí. Eso no significa que todo vaya a tener relación con el título, pero será un buen símbolo para orientar y para dar ambiente, espero. Espero también que disfrutes de estos textos. Nos vemos por esos mundos, tras el umbral.
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